Cierro los ojos y escucho mis latidos,
respiro hondo y siento el repiquetear de la sangre contra cada uno de mis
suspiros, de mis sentidos. No hay punto terminal en la situación. Siempre
hablando de comenzar y avanzar cuando en realidad sigo con los ojos cerrados.
Debería detenerme, no tratar de mostrar al mundo una manera de ser y existir. No
debería. Todo radica siempre con el clímax de cada situación, con situaciones y
recuerdos irreverentes que siguen latentes en cada respiro, en cada parpadeo,
en cada paso que doy. En todo. Situaciones adversas que suelen hacer girar al
mundo de una forma divergente y convergente a la vez. Se trata siempre de un
solo hecho, el hecho de vivir y decir sí y no al mismo tiempo. Sin titubeos ni
trampas de emergencia. Te llevaré a lugares inimaginables si tan solo me
permites arraigarme a tu tacto, a tus impulsos, a todo.
Como siempre se trata de una forma con
malas consecuencias y entonces me pregunto “¿Qué es lo que harás?”, pero de
nuevo no tengo respuesta. Adiós a todos aquellos que pensaron que la vida no
vale ni un ardite. Adiós a todos aquellos que no comprenden la mímica que surca
mi piel. Adiós a quienes olvidaron la simplicidad de respirar. No hay más.
Cada ocasión pareciera una carta suicida
en donde divago sin camino ni dirección. Y no lo digo por el hecho de haber
intentado decir adiós de alguna manera semejante. Recuerdo la manera en la que
mi cuerpo se mantuvo suspendido, al menos por un instante. La fuerza que rige
el eje de mis elementos se perdió con cada instante y entonces cierro los ojos
esperando no volver. Los abro de nuevo sin la oportunidad siquiera de renacer,
sólo se trató de un parpadeo. Uno muy largo…
Me mantengo con la convicción y la mala
fe de aquella ocasión. No es ni será momento oportuno para el descanso eterno.
Aún no, por dicha razón es que no me importa qué venga con el pasar de los años
o de los días y las hojas en el calendario. Sigo y persisto aún con mis
deficiencias que entre las cuales resaltan la maliciosa maldición de no
escuchar nada que no sean mis latidos. La misma maldición de no hablar a menos
que sea para mis adentros. Siempre lo lamentaré tal vez, pero no vivo con las
expectativas de las especulaciones que estoy haciendo a cada instante. Siempre
siendo monsergas interminables y peroratas interrogativas sobre maneras etéreas
y efímeras del mero existir, de la jodida vida a la que nos hemos amarrado con
el lazo de otra pequeña maldición llamada juventud.
He ahí el mal de males que acongoja a la
mayoría de los entes que recorren el mundo a bocanadas fervientes. Y más aún,
por aquella razón de querer comer cuando aún no es momento del desayuno. Aún
estamos convergiendo juntos en el crepúsculo. Justo antes del amanecer. Justo
en este preciso instante, giro el cuerpo que yace postrado sobre la rigidez de
una almohada. Te pienso, te siento, te respiro pero no te encuentro. Caminaré
siempre al despertar y continuaré siempre con la ambiciosa idea de ser
egotista.
Es justo ahora, antes del amanecer que
vengo a hablarles a ustedes sin algo bajo las mangas, sin vendas sobre los
ojos. Vengo como llegué al mundo, siendo sólo un hombre…