Entonces fue que comprendí cosas importantes.
Hay algo que lo con el pasar de las estaciones estamos atados día con día. La
única seguridad que podemos comprender en este atisbo de realidad al que le
llamamos vida, es aquella del descanso eterno. Sea cual sea tu situación, por
una buena o una mala y mezquina acción estaremos sujetos con el pasar de los
años. Grandes recuerdos siempre suelen invadir mis pensamientos si me detengo a
pensar en esa mala jornada. Situaciones adversas donde con un parpadeo se
consumen muchas vidas. Muchas de ellas con almas ligeras como las de un bebé y
otras tantas tan pesadas, que podrían devastar la altiplanicie de la soledad
con una buena estampida. Recuerdo que desde aquellos primeros pensamientos
indagando esta clase momentos, consolidé para mis adentros una especie de
pacto, de convenio, de comunión conmigo mismo. Uno en el que sea cual fuera la
manera perpetua de llegar sería para descansar de manera etérea ese letargo de
vida al final del camino.
No obstante, también comprendí que estaba a
una especie de paralelismo inocuo. Jamás he pretendido darle semejante gusto y
predisposición a aquello que llaman destino, porque aunque no estoy seguro de
la pronunciación de esa palabra, creo que no hay maneras congruentes de
rellenar ese espacio. Tampoco creo que haya un conjunto de líneas limítrofes
que estén restringiendo nuestro andar hacia uno predeterminado. Me gusta pensar
que tal vez hay un paralelismo idóneo, perpetuo; en el que hay grandes líneas, más
bien trópicos, que están trazados a lo largo del andar nauseabundo dando así,
una gran cantidad de predisposiciones a la cuales estaremos arraigados conforme
las decisiones hayan tomado sus cartas en el asunto.
Suelo cuestionar siempre, con el pasar de los
días a través de mis ventanas, si las decisiones que estuve flirteando han sido
las mejores o las peores, porque aunque no debería de preocuparme por lo que ya
sucedió o lo que pueda venir, siempre he creído que tengo una peculiaridad
divina, un don para las premoniciones. Es más bien una extensión de mi cuerpo
hacia el tratar de caminar siempre los pies sobre la tierra. Aunque, por otro
lado importante, a veces, y digo a veces porque siempre me cuesta tanto
apegarme a el estilo de vida, a veces también puedo andar con los pies sobre el
aire. Con la cabeza llena de pensamientos que flotan de manera unilateral por
el espacio completo. Andrómeda, Orión. Las nebulosas y las grandes estrellas.
Vía Láctea. Todos los cuerpos astronómicos presentes en mis pupilas se sujetan
de cada una de esas extensiones creando el verdadero alabastro de espíritu.
Los océanos de palabras y paráfrasis están
colapsando dentro y fuera de las grandes y centelleantes calamidades. Somos una
parte homogénea que está dispuesta a compartir su ente de benevolencia con una
sola actuación. Somos una gran calabaza. Una gran berenjena. Un gran hígado. Un
gran páncreas. Somos cuerpo entero. Mente, corazón, alma, miembros órganos,
sistemas hercúleos y bonachones. Somos todo y nada. Vida y muerte emergiendo de
un solo inicio y el mismo final.
Sea cual sea la situación en la que nos
encontremos tenemos la verdad y hecho irrefutable de existir y estar jodidos,
radiantes. Sea lo que sea poseemos la única verdad absoluta ante cualquier ente
que se postre sobre los raudales de vida que están derrochando luz en la
habitación.
Pertenecemos al cosmos y su cosmogonía.
Porque como creo decir la mayoría de las veces, aunque sea dentro de mi
memoria, la vida y la muerte van sujetados de la mano en el mismo trecho. Tanto
una como la otra penden de un hilo en el mismo instante, son dependientes, son
lo único perpetuo que hay en el mundo. Son la parte infinita del Big Bang y,
hasta en estos tiempos, son la fe de aquello que existe sin necesidad de tener
vida material.
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